La música seguía, desde Varsovia y sus catacumbas, anunciando que todo seguía igual. Que él aún estaba lejos, escondido en su caverna, masticando carne cruda y escupiendo en el espejo del lago congelado. Tratando de recordar su voz: es un reflejo involuntario. Ahora habla otras lenguas, el frío rocío de la mañana le entrega las noticias necesarias y todo oración encuentra eco en sus oídos.
Ella ronda por la iglesia. Se confunde a veces con el aullar de los perros. Se pierde en el vaho de los cristales. Es el oxido enmarcando las ventanas. Mastica vidrio y lo escupe al cielo, esperando en vano que él interprete el brillo de millones de pedazos fulgurantes, confundidos con estrellas. Él camina siempre con la cabeza gacha, preocupado sólo por seguir el rastro de sus propias huellas.
No volverán a verse.
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