jueves, 23 de septiembre de 2010



[Foto: Moisés Cobián]


Estas noches cargadas de neón nunca se acaban. Pasamos los días ocultos en cuevas frías huyendo del sol. Llevamos siempre una botella de whisky por si acaso. El sonido de los cascabeles es por las pastillas en los frascos que guardamos en los bolsillos de nuestros jeans ajustados. No se emocionen, no pasamos de aspirinas.
Hemos visto como han reventado millones de bombillas, como las de las cámaras de reporteros de los años 30’s. Por eso estamos casi ciegos, caminamos por los pasillos de los hoteles dando tumbos, aferrando nuestras manos a los muros. Ebrios. Siempre con la sangre hasta el tope.
Nos hemos hecho fuertes. Invulnerables a la crítica. Huesos de acero, pupilas cerradas. Podemos caminar bajo la lluvia, inmutables y serenos. Sin dicha pero sin pena. A veces difícilmente cubiertos por retazos de tela multicolor/a veces totalmente envueltos en nuestros largos abrigos importados. Gastamos una fortuna en purgatorios artificiales.
Pero vale la pena cuando vemos nuestras alas marchitas reflejadas sobre los gruesos cristales de los escaparates. Cuando vemos desde arriba nuestros zapatos rotos por cuyas aberturas se asoman nuestras imponentes garras. Cuando saludamos a demonios empapados de gasolina a punto de realizar su número más nuevo; el más reciente acto de escapismo.
Algún día dejaremos este estilo de vida. Cuando estemos viejos y cansados, agotados por la rutina de escapar sin prisa del tiempo. Aturdidos por la costumbre del desarraigo, alejados de las vías, montados en las olas del deseo. Cabalgando hacia el infierno sobre el lomo de una bestia que no aguanta nuestro peso.
Algún día… pero por lo menos hoy, tenemos el neón.

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